Opinión

Naciones inventadas, la claridad es la cortesía del filósofo

19 abril, 2017 11:14

El hombre no tiene naturaleza sino historia, y la historia escribe y describe nuestra vida. Aunque la historia la hacen los historiadores, y la claridad es la cortesia del filósofo... La vida tiene los minutos contados, y la sustancia de cada día, de cada vida, reside en las ocupaciones, en lo que se hace.

La vida es invención, el hombre es el novelista de sí mismo. Y cuando a un pueblo se le seca la fantasía para crear su propia novela vital está perdido. Eso nos ocurre, nos ha ocurrido y quieren que siga ocurriendo demasiadas veces en nuestra querida España. A pesar de que aquí todo lo importante lo ha hecho el pueblo.

Las identidades nacionales no son algo natural ni hunden sus raíces en la historia, sino son una construcción elaborada pacientemente en los dos últimos siglos, con pocas excepciones. España por sus límites geográficos, la península, su identidad religiosa y cultura y su vocación de conquista, al igual quey Gran Bretaña por su insulariadad, y Francia, los tres imperios, los tres idiomas globales, etc...

El verdadero nacimiento de una nación como habían indicado Hobsbawm o Anderson, es el momento en que un puñado de individuos declara que existe y se disponen a probarlo. La ideología nacionalista, que encontró seguidores por doquier, inspiró tal empresa. Porque el sentimiento nacional no es espontáneo más que cuando ha sido perfectamente interiorizado; y para eso es preciso que antes haya sido creado y enseñando.

La moderna idea de nación está muy ligada al desarrollo del capitalismo industrial y al comienzo de la modernidad. El énfasis puesto en la tradición y la fidelidad a una herencia colectiva parece ir a contrapelo con la modernidad, pero no es así. Todo puede cambiar menos la nación, categoría eminentemente apta para soportar la evolución de las relaciones económicas y sociales.

El propio Renan, si bien invocaba la voluntad de pertenencia (el famoso plebiscito cotidiano) para que una nación subsistiera, insistía en que la nación es "un rico legado de recuerdos, un culto a los antepasados"; que como tales no habían dejado un testamento indicando aquello que deseaban transmitir a sus descendientes, no era posible inventariar su herencia. Había pues que inventarla. La tarea fue ardua, prolongada y colectiva. Un vasto taller de experimentación, desprovisto de capataz, y sin embargo, intensamente animado, se abrió en la Europa de finales del siglo XVIII, y alcanzó su productividad en el siguiente XIX. Sin concentración previa, por simple emulación, y rivalidad, el trabajo fue transnacional.

Nacionales de mil y un lugares de repente dedicaron sus esfuerzos a la exhumación o invención de sus respectivos patrimonios. Incluso sus lenguas, creadas por fusión y unificación de diversos dialectos próximos. Las encuestas, recopilaciones de datos y estudios etnográficos se multiplicaron por toda Europa, encontrando apoyos y financiación pública y privada. Relatos y canciones, vestidos y alimentos, y rutinas cayeron bajo el escrutinio de los investigadores de lo autóctono.

Los medios de comunicación y las exposiciones universales divulgaron sus logros y patrañas. Así los campesinos de regiones atrasadas, menos contaminados por la modernidad, fueron declarados depositarios de la tradición. A menudo tenían muy poco que ofrecer. Sus casas eran insalubres e irregulares. Sus dispares y pobres ropas no alcazaban el carácter de traje nacional que hubo que ser creado. Leyendas y mitos fueron transformados en historia. Pero el narcisismo nacional alentaba aquellos trabajos e impedía la crítica.

Con mucha audacia y no menor imaginación, por todas partes fueron creándose héroes mitológicos, fechas señaladas, fiestas populares y símbolos nacionales. También prácticas novedosas fueron presentadas como costumbres populares ancestrales. La exaltación nacionalista del siglo XIX, aquel folclorismo de Estado, contribuyó a impulsar la I Guerra Mundial, a cuyo fin en Versalles fue divulgado el "principio de las nacionalidades", que, inspirado por el presidente Wilson, sirvió para desmembrar grandes imperios. A París llegaron enviados de remotas regiones europeas reclamando gobiernos. Los propios soviéticos declaradamente internacionalistas no escaparon al afán identitario.

La Unión Europea no ha conseguido vencer los atavismos regionales, cada vez más pequeños y ensemismados, cuyo origen inventado ha quedado sepultado en el olvido. La patraña es ahora verdad oficial.