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El misterioso Teso Torrubio de Aldearrubia

13 octubre, 2018 10:36

Cada municipio alberga un rincón donde su peculiar orografía provoca todo tipo de incógnitas sobre su origen. No hay pueblo que carezca de un misterioso arroyo, afluente o río, de un enrevesado árbol o bosque, de una extraña roca o un singular montículo. Cualquiera de estos accidentes siempre conlleva una historia transmitida de generación en generación desde tiempos en que el hombre buscaba una intervención supranatural para lo inexplicable en aquel entonces. Es el caso del Teso Torrubio o Terrubio, ubicado en el término municipal de Aldearrubia, a unos veinte kilómetros de la capital en dirección noreste y en plena zona agrícola.

El color rojizo de la tierra que da nombre a la cercana aldea se reparte por la vega que se extiende a la margen derecha del río Tormes, destacando una ordenada serie de lomas a dos kilómetros de la localidad. Pero junto a estas onduladas y pardas cuestas destaca un extraño saliente que no concuerda, un montículo visible desde el lejano horizonte donde, según relatan los más viejos del lugar, se ocultaron los habitantes de la villa durante la invasión francesa gracias a la existencia de tres escondites a los que llaman cuevas.

Cuenta la leyenda que en la Edad Media esta aldea también fue ocupada por los musulmanes, aprovechando sus fértiles tierras y dejando profundas y longitudinales acequias para la posteridad. Llegada la Reconquista y asentado el avance cristiano hacia el sur con la repoblación hasta el río Tajo, muchos fueron los árabes que abandonaron despavoridos las parcelas que durante tantos años les habían proporcionado el alimento diario. Otros, en cambio, prefirieron quedarse y resistir a las continuas miradas, dimes y diretes de sus convecinos. Entre ellos destacaba una vieja hechicera mora a la que los habitantes de Aldearrubia atribuían todo tipo de supersticiones. No había mal que no fuera causado por esta anciana. Tal era la persecución que la vieja hechicera mora decidió no volver a aparecer en público.

Sin embargo, cuando el reino de la oscuridad tomaba el mando, la anciana salía sigilosa del cubil donde se escondía durante las horas de luz. Y lo hacía con absoluto secretismo, ocultando su rostro bajo los pliegues de una hiperbólica sayaguesa. Apenas dejaba entrever el tenue brillo de un candil. Atravesaba el pueblo en dirección al campo y regresaba antes de que la aurora recobrase su trono. Así hacía cada noche, sin ningún miedo a ser descubierta. Siempre con el mismo atuendo, ya fuera noche de asfixiante calor estival o de crudo frío invernal. ¿A dónde iba la vieja hechicera mora? ¿Qué hacía allí durante toda la noche? ¿Por qué se arriesgaba diariamente a sucumbir bajo la ira del odio vecinal? La noticia se extendió como la pólvora entre los habitantes de Aldearrubia, pero nadie se atrevía a acudir hasta su casa durante el día para preguntar a la anciana. Poco a poco, debido a la todavía reciente invasión musulmana, comenzaron a pensar que había establecido algún contacto con sus hermanos de raza.

No era así. Según se cuenta, la vieja hechicera mora decidió quedarse en la aldea a la espera de que algún día regresaran sus compatriotas para volver a dominar aquellas tierras. Mientras tanto, iba preparando el terreno. Y nunca mejor dicho, porque lo que realmente hacía la anciana cada noche era construir un punto de apoyo para sus ejércitos, un lugar que no estuviera muy lejos de la villa y desde el cual se viera toda la llanura para controlar cualquier flanco. Por ello, cada noche se dirigía al mismo lugar junto a la línea de montículos que se halla a escasos kilómetros de la localidad. Una vez allí, sacudía su calceta hasta vaciarla, formando así un altito que poco a poco se iría convirtiendo en un montecito donde podrían esconderse los árabes y avanzar hacia la aldea sin ser vistos.

Tales fueron los conjuros de esta anciana que sólo tardó diez años en conseguir su propósito a base del numeroso polvo y barro que transportaba de madrugada en su calceta. Polvo y barro que esponjaba de tal forma durante su sacudida que, a pesar del paso de los siglos, de ser trabajado y laboreado e incluso de que el ganado arrastraba el barro colorado en sus descensos, el Teso Torrubio no ha disminuido nunca su volumen y todavía domina la planicie. Terminada su ambiciosa empresa, la vieja hechicera volvió a encerrarse en su cubil sin salir ni siquiera de noche, aguardando el regreso de los suyos. Esperó y esperó, pero los árabes nunca regresaron. Así pasó sus últimos días, esperando, o al menos eso se cree, pues nadie tuvo conocimiento de su muerte al no quedar ninguna huella ni vestigio de su cadáver y existencia.