Opinión

Asco y repugnancia...

15 mayo, 2019 01:23

El concepto de repugnancia tiene varias acepciones y va siendo normal en nuestra convivencia diaria. Una de ellas es la sensación física de desagrado que produce el olor, sabor o visión de algo y que puede llegar a provocar vómito. “Me cuidaría mucho de tragarme algo de eso”, podemos afirmar con gesto de repugnancia; o “reprimí en mi interior la repugnancia que me producía súbitamente esa imagen”. También significa aversión o sentimiento de rechazo hacia ciertas ideas o actos, desde el punto de vista moral o intelectual. Una conducta simplemente ilegal, una traición de un compañero, produce una reacción mecánica de repugnancia en las personas honestas; Sócrates y Platón sentían una cierta repugnancia hacia el libro escrito, que habían impuesto para facilitar el aprendizaje de sus alumnos.

A día de hoy nos toca tragar muchas cosas con asco y repugnancia. Desde lo que ven los profesores en las aulas, lo que vemos en nuestros gobernantes, en la clase política en congresos y parlamentos, la corrupción de doble rasero para unos y otros, en la que para unos los delitos prescriben y para otros se atacan. Asco y repugnancia en la mayoría de obras artísticas dirigidas, en la manera de tolerar las distintas religiones. Se deifica a personajes que no han pasado de ser individuos. Los ejemplos cada día son innumerables mientras se nos quiere imponer otra historia, que no es más que otra manera de ver la realidad, otra manera de entender la democracia.

Hemos tenido unas elecciones capadas para algunos al Congreso y el Senado con serias dudas en los resultados; y ahora se nos vuelve a imponer más de lo mismo con desinformación y falta de libertad de expresión. Con lo que de nuevo pensamos en una reacción mecánica de desagrado. La democracia cada día parece que está más coja. En un principio aceptamos la imposición de las comunidades autónomas en detrimento de la idea de país o nación, toleramos después los neonacionalismos sin ninguna base histórica, pues España siempre fue una, en pro del bien común, como consecuencia dejamos que se empobrecieran otras regiones, tirándose por una ventana toda la industria pesada nacional, pasando de la octava potencia del mundo en unos pocos años a la dieciséis.

Se nos ha impuesto como normal la cultura de la subvención y se nos ha convertido en unos pedigüeños de todo tipo de ayudas, cortándonos nuestra capacidad emprendedora. Los jóvenes no se atreven a casarse ni a formar una familia, pues al remate hacienda hace tributar por los regalos y la comida de la celebración de los enlaces. Los jóvenes no pueden seguir con los negocios heredados de sus padres pues los impuestos anulan cualquier capacidad de seguir y mejorar la empresa heredada. Los inmigrantes campan a sus anchas, ilegales o no, recibiendo todo tipo de ayudas sin trabajar ni producir ni aportar nada a la sociedad frente a ancianos que después de toda una vida de sacrificio por su país están desamparados.

El ciudadano de a pie no tiene más remedio que refugiarse en su soledad. Parece que ya no le queda esperanza a la que agarrarse pues cualquier propuesta que recibe de seguro que será para peor o no irá a ninguna parte. La política de la huida hacia adelante se ha impuesto de nuevo dejando tierra quemada detrás como en los peores tiempos del felipismo.

A día de hoy es tanta la iniquidad que ya nadie la reconoce, o pasa de ella porque ya estamos dentro de ella miremos donde miremos. Por lo extendida y diseminada que está actualmente la iniquidad podemos afirmar que se ha convertido en el pecado del mundo. Para muchos el liberalismo actual, nuestra sociedad, no es sino la iniquidad personificada en diferentes formas y en distintos ámbitos. Muchos actuando y gobernando en y desde la mayor de las iniquidades creen estar haciendo el bien. Cabría pensar que lo hacen desde la mayor de las ignorancias, pero no desde la mayor de las maldades pues el ignorante escucha y quiere aprender además de ser consciente de que no hace lo correcto.

Sería correcto afirmar que nuestra sociedad peca, se está degradando moralmente, a causa de aquella iniquidad consistente en querer liberarse de cualquier sujeción a la ley divina o terrena, en beneficio de la autodeterminación de la voluntad del individuo o de la implantación de una determinada tendencia, que muchas veces el propio individuo no sabe a quién beneficia. En definitiva, la iniquidad no es sino el rechazo hacia quien lleva la Ley a su cumplimiento. Debemos ser conscientes de que en la medida en que nos opongamos al mal y, con ello a la iniquidad, será la medida en que la propia iniquidad no se enseñoree ni de nuestro corazón ni de nuestra vida. El mal avanza. La realidad está silenciando a la verdadera moral, y al final está siempre el desastre. Todo tiene un precio, en este caso el más alto. De momento nos toca sufrir asco y repugnancia.